Llegó montado en su yegua mora, y en lomos de ella
se fue, una tarde de niebla.
Se llamaba Alberto, andaba por los cuarenta y pico,
era robusto, más bien panzón, con la cara curtida por el trabajo al aire libre
y las manos callosas de sujetar lazos, riendas y palas.
Venía de las afueras de Piriápolis. Su destino: un
trabajo como peón en un coqueto haras en José Ignacio.
Algo tendrían que haber sospechado los dueños del
establecimiento, cuando el hombre seguía sin aparecer, diez horas después de
decirles "Salgo para ahí". Se lo hacían viniendo en una Yasuki o una
Winer, o cualquier otro caballo de metal chino, como la mayoría de los
trabajadores que conocían. Grande fue la sorpresa cuando a las 3 de la mañana
reciben un llamado, avisándoles que hay un paisano perdido a la altura de la
Boya Petrolera, preguntando por su haras.
Alberto llegó pocas horas más tarde en lomos de su
mora, con su poncho, sus botas, su sombrero, sus talegos, y un facón con mango
de carpincho que –siguiendo las viejas costumbres del campo, como forastero en
un lugar nuevo- entregó dócilmente a la encargada del harás para que lo
guardara bajo llave.
El hombre se reveló como un trabajador voluntarioso.
Carpía, paleaba bosta, cortaba el pasto, se entendía bien con los caballos,
inclusive mejor que con los humanos. Hablaba rápido y para adentro, comiéndose
las letras. El resto de los que allí trabajaban apenas podían entender lo que
él decía. A pesar de esto, pronto empezaron a apreciarlo.
Alberto tenía un sólo defecto: le gustaban demasiado
el Dunbar y la caña.
Después de dos semanas de duro trabajo, finalmente
le tocaron un par de días libres y el paisano se fue a un baile de la zona. No
se sabe que fue lo que allí pasó, pero el hecho es que el día en que le tocaba reintegrarse, Alberto no apareció
hasta el mediodía. Cuando lo hizo fue para anunciar que renunciaba. Olía a
alcohol y aunque era un hombre acostumbrado a la intemperie y a la dura vida de
campo, se emocionó un poco cuando le dijo a sus empleadores que tenía que irse,
sin precisar demasiado porqué. Estos trataron de disuadirlo, pero el hombre
sacudía la cabeza, negándose a escuchar razones. Su decisión estaba tomada. A
modo de explicación, solamente dijo "No quiero que me güelva a pasar lo
mesmo."
Ensilló su mora, que la tenía desde potranca, cargó
sus escasas pertenencias, esperó que le devolvieran su facón y partió al
tranquito, cabizbajo, resignado. Un hombre recio como él, había sido derrotado
una vez más por el vicio.
Alberto es uno de tantos hombres del campo uruguayo
que sufren una suerte parecida. Según la Junta Nacional de Drogas, hay en Uruguay
unos 260.000 consumidores problemáticos de alcohol. Muchos de ellos están en el
medio rural y sobrellevan su triste suerte en silencio. Los hemos visto
acodados en los mostradores de pulperías y whiskerías de los pueblos del
interior. Son la otra cara de nuestro campo, de la cual poco se habla.
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