domingo, 1 de julio de 2012

La desgracia del paisano


Llegó montado en su yegua mora, y en lomos de ella se fue, una tarde de niebla.
Se llamaba Alberto, andaba por los cuarenta y pico, era robusto, más bien panzón, con la cara curtida por el trabajo al aire libre y las manos callosas de sujetar lazos, riendas y palas.
Venía de las afueras de Piriápolis. Su destino: un trabajo como peón en un coqueto haras en José Ignacio.
Algo tendrían que haber sospechado los dueños del establecimiento, cuando el hombre seguía sin aparecer, diez horas después de decirles "Salgo para ahí". Se lo hacían viniendo en una Yasuki o una Winer, o cualquier otro caballo de metal chino, como la mayoría de los trabajadores que conocían. Grande fue la sorpresa cuando a las 3 de la mañana reciben un llamado, avisándoles que hay un paisano perdido a la altura de la Boya Petrolera, preguntando por su haras.
Alberto llegó pocas horas más tarde en lomos de su mora, con su poncho, sus botas, su sombrero, sus talegos, y un facón con mango de carpincho que –siguiendo las viejas costumbres del campo, como forastero en un lugar nuevo- entregó dócilmente a la encargada del harás para que lo guardara bajo llave.
El hombre se reveló como un trabajador voluntarioso. Carpía, paleaba bosta, cortaba el pasto, se entendía bien con los caballos, inclusive mejor que con los humanos. Hablaba rápido y para adentro, comiéndose las letras. El resto de los que allí trabajaban apenas podían entender lo que él decía. A pesar de esto, pronto empezaron a apreciarlo.
Alberto tenía un sólo defecto: le gustaban demasiado el Dunbar y la caña.
Después de dos semanas de duro trabajo, finalmente le tocaron un par de días libres y el paisano se fue a un baile de la zona. No se sabe que fue lo que allí pasó, pero el hecho es que el día  en que le tocaba reintegrarse, Alberto no apareció hasta el mediodía. Cuando lo hizo fue para anunciar que renunciaba. Olía a alcohol y aunque era un hombre acostumbrado a la intemperie y a la dura vida de campo, se emocionó un poco cuando le dijo a sus empleadores que tenía que irse, sin precisar demasiado porqué. Estos trataron de disuadirlo, pero el hombre sacudía la cabeza, negándose a escuchar razones. Su decisión estaba tomada. A modo de explicación, solamente dijo "No quiero que me güelva a pasar lo mesmo."
Ensilló su mora, que la tenía desde potranca, cargó sus escasas pertenencias, esperó que le devolvieran su facón y partió al tranquito, cabizbajo, resignado. Un hombre recio como él, había sido derrotado una vez más por el vicio.
Alberto es uno de tantos hombres del campo uruguayo que sufren una suerte parecida. Según la Junta Nacional de Drogas, hay en Uruguay unos 260.000 consumidores problemáticos de alcohol. Muchos de ellos están en el medio rural y sobrellevan su triste suerte en silencio. Los hemos visto acodados en los mostradores de pulperías y whiskerías de los pueblos del interior. Son la otra cara de nuestro campo, de la cual poco se habla.



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