lunes, 30 de mayo de 2011

¡A hacer las valijas, se ha dicho!




“He visto a alcaldes y a autoridades autonómicas españolas de todos los colores tirar cantidades inmensas de dinero público viniendo a Nueva York en presuntos viajes promocionales que solo tienen eco en los informativos de sus comarcas, municipios o comunidades respectivas.”
Este es un extracto de un artículo llamado “Hora de despertar” escrito el 20 de mayo pasado, por el escritor y académico español Antonio Muñoz Molina, miembro de la Real Academia Española desde 1996 y ex director de Instituto Cervantes en la ciudad de Nueva York.
El artículo dice más adelante: “Lo que yo me preguntaba, y lo que preguntaba cada vez que veía a un economista, era cómo un país de mediana importancia podía permitirse tantos lujos. Y me preguntaba y me pregunto por qué la ciudadanía ha aceptado con tanta indiferencia tantos abusos, durante tanto tiempo.”
Al leer esto, y conste que este hombre está hablando de España, no pude de dejar de pensar en los viajes a SIMA, COTAL, POW WOW y otras ferias y convenciones turísticas e inmobiliarias de crípticos nombres. Estas reciben importantes contingentes de legisladores nacionales y departamentales, que viajan con el pretexto de promover las bondades de invertir en nuestro departamento.
Es la hora de SIMA, la feria inmobiliaria de Madrid, destino por demás preciado por nuestros compatriotas, ya que no existe la barrera del idioma, es un viaje al siempre codiciado viejo mundo, de ahí se pueden ir a visitar parientes o amigos – ¿quién no tiene un hijo, primo o amigo de la infancia en España?-, o simplemente tomarlo como punto de partida hacia otros destinos en Europa.
Personalmente, considero que viajar es antes que nada una experiencia educativa. Viajar nos expone a otras culturas y costumbres, dándonos una perspectiva que nos permite darnos una mejor idea de dónde estamos parados. En qué somos privilegiados y dónde nos falta esmerarnos, para emular a pueblos que se destacan por hacer algunas cosas de manera más eficiente que nosotros.
Creo que viajar es importante, ya que nos obliga a dejar de mirarnos el ombligo, y ver que en otros lados pasan cosas más importantes que la derogación de la Ley de Caducidad y la eterna rivalidad entre Nacional y Peñarol.
Lo que sí cuestiono como contribuyente, es la necesidad de enviar delegaciones tan numerosas a estas ferias, donde dos o tres personas clave podrían cumplir la misma función que estos nutridos contingentes de legisladores, técnicos y acólitos.
El indiscriminado afán promocional ha llevado por el mundo a numerosos funcionarios gubernamentales y directivos de diferentes agrupaciones -en parte subsidiadas por dinero público- a ferias, convenciones y congresos, o a firmar improbables acuerdos de colaboración, de los cuales lo único que queda en la mayoría de los casos, es la foto de los mandatarios dándose la mano con aire satisfecho.
España, el destino de varios de nuestros jerarcas comunales, está atravesando una seria crisis, donde el chivo expiatorio es la clase política. El descontento de la ciudadanía movilizó algunos grupos a protagonizar una suerte de insurrección pacífica -al menos bastante pacífica hasta ahora- inspirada en parte, en el libro “¡Indignaos!” del diplomático, escritor, y militante político francés, Stéphane Hessel. Esta “indignación colectiva” fue alimentada en parte por las redes sociales en internet y las manifestaciones que han ocurrido últimamente en el mundo árabe.
Esperemos que todos los que viajan a Madrid para ir a SIMA con el dinero de los contribuyentes, además de promover las bondades de invertir en Maldonado, se tomen un momento para aprender de lo que está pasando en España, y reflexionen si ir en patota a este tipo de evento es realmente lo más beneficioso para el departamento.
Ojalá que este viaje al país de los “indignados” inspire en nuestros gobernantes una de verdadera vocación de servicio, para que se ponga por una vez el bien común por delante de los intereses personales y las ambiciones políticas.

martes, 24 de mayo de 2011

Un cuentito de terror

Érase una vez hace muchos, muchos años un pueblo en una península, rodeado de dunas y rocas que lo protegían del mar.

En ese pueblo convivían algunas familias que se conocían desde siempre. Los niños de estas familias crecían juntos como primos lejanos, jugando en las calles desiertas y las playas desoladas, juntando piedritas y tesoros que traía el mar y ocasionalmente adoptando algún pingüino huérfano que recalaba en la costa.

Un buen día, unas personas que vivían en la ciudad se dieron cuenta de lo lindo que era el pueblo y decidieron que querían pasar sus vacaciones en este lugar.

Para ello empezaron a alquilar las casas de los habitantes del pueblo, pero como vieron que estas no eran lo suficientemente cómodas -ya que la gente del pueblo era más bien sencilla, y no sabía lo compleja que puede ser la vida para la gente de ciudad- decidieron empezar a construir sus propias casas. Los habitantes del pueblo los miraban divertidos y se preguntaban ¿Por qué necesitarán estas casas tan grandes si sólo vienen a quedarse un par de meses al año?

Pasó el tiempo y siguió llegando gente al pueblo. La mayoría de ellos venía sólo por el verano, pero algunos decidieron quedarse, ya que vieron que aquí vivían más tranquilos que en las ciudades de las cuales provenían.

Mientras tanto se seguían construyendo nuevas casas. A algunos se les ocurrió que en vez de construir casas que ocupaban todo un terreno y a lo sumo podía vivir una familia, mejor hacer apartamentos, donde se podían apilar varios, y todos ellos –más que nada los que estaban en los pisos de arriba- veían el mar, cosa que parecía importarle mucho a la gente de la ciudad que venía a veranear.

Los habitantes del pueblo estaban contentos, ya que ahora había más trabajo, porque toda esa gente nueva necesitaba un montón de cosas -a las cuales la ciudad los había acostumbrado- y dependían de ellos para que se las proporcionaran.

Mientras tanto se seguían construyendo edificios de apartamentos, la gente del pueblo miraba con asombro con iba cambiando la fisonomía del lugar. “Es el progreso” decían los gobernantes de turno…. “debe ser el progreso” se repetían los unos a los otros, mientras veían desaparecer las dunas y los pinos, que unos visionarios habían plantado hacía muchos años, para impedir que la arena volara libre, ahogando a los habitantes del pueblo.

Llegó un día en que los habitantes del pueblo ya no reconocían las calles donde crecieron y solían jugar con sus vecinos y amigos, fue en ese momento que algunos se preocuparon un poco y empezaron a añorar las dunas, los pinos, las rocas y las casas de ladrillo con techos anaranjados, “debe haber sido el progreso” murmuraban bajito para consolarse los nostálgicos, porque todo el resto parecía estar muy contento con el giro que habían tomado las cosas.

Ninguna de las personas nuevas, que venían hablando del progreso extrañaba nada, porque no lo habían conocido antes, cuando era un pueblo en una península, rodeado de dunas y rocas que lo protegían del mar, donde todos se conocían desde siempre y los niños crecían juntos, como primos lejanos, jugando en las calles desiertas y las playas desoladas, juntando piedritas y tesoros que traía el mar y ocasionalmente adoptando algún pingüino huérfano que recalaba en la costa.
Ahora ya había una cantidad enorme de edificios, altos como montañas que competían los unos con los otros para mirar el mar. Las sombras de estos edificios se proyectaban sobre las playas que ahora ya casi no tenían dunas, porque había grandes explanadas de asfalto para acomodar los centenares de autos que traían a miles de personas, ávidas de sol y de mar.

Los que estaban muy contentos eran los gobernantes de turno, ya que podían cobrarle altos impuestos a los dueños de los apartamentos de los edificios altos como montañas, y usar esta plata para pagarse jugosos salarios y ayudar a sus amigos.

Mientras tanto, los habitantes que no trabajaban para el gobierno –no eran muchos, pero algunos quedaban-tenían una inmensa nostalgia del pueblo que habían conocido, y se reunían en pequeños grupos para recordar el pasado y pelearse para ver quién tenía el recuerdo más antiguo.

Un buen día los dueños de los apartamentos, cuya mayoría vivía en las ciudades, empezaron a preguntarse por qué tenían que pagar impuestos tan altos, y qué pasaba con esa plata. A esto los gobernantes respondieron que estaban haciendo obras en otras zonas del pueblo –por eso no las veían- y redistribuían la plata que recaudaban entre los más pobres.

Los dueños de los apartamentos no se quedaron muy conformes con la respuesta –ya que la ciudad los había hecho desconfiados- y decidieron que iban a dejar de pagar los impuestos.
Qué caos que se armó! Los gobernantes ya no podían cobrar los jugosos sueldos, ni ayudar a sus amigos, tuvieron que dejar las obras a medio hacer, y ya no había dinero para repartir entre los pobres, que se enojaron mucho.

En el ínterin los habitantes del pueblo tuvieron que interrumpir el debate acerca de quién tenía el recuerdo más antiguo, - cosa que absorbía mucha de sus energías-, y preocuparse por poner orden en el pueblo, que para ese entonces estaba muy convulsionado, tanto como el océano en una tormenta de invierno.

“Fue el progreso” se repetían los unos a los otros, mientras salían de su letargo y se sacaban los lentes color sepia, para ver con asombro todo lo que había sucedido, mientras ellos se la pasaban nada más que hablando del pasado.

lunes, 16 de mayo de 2011

¡Basta de tango!

“Por favor, hacedlo muy bien porque esta ciudad lo necesita y espera.” Marina Subirats, socióloga y política catalana.

Si hay algo para lo que sirve viajar, alejarse del lugar donde uno vive y quebrar con la rutina, es para ayudarnos a pensar con claridad. Parece que con el mero hecho de alejarnos unos kilómetros se levanta el velo que todo lo nubla y una vez más podemos ver con una cierta perspectiva que nos permite identificar las cosas que nos molestan.
Eso me pasó en la semana que acabo de pasar en la querida y siempre estimulante Buenos Aires. Más concretamente después de asistir al seminario “Cultura para la movilización social” del catalán Toni Puig, muy de moda hoy en día en estas latitudes.
Puig es un conocido especialista en gestión cultural, el reverenciado “Gurú de las ciudades”. Este hombre, de excéntrico aspecto y discurso irreverente, fue en gran parte el responsable de la transformación de Barcelona a fines de la década del ochenta y principios de los noventa, cuando la ciudad tuvo que aggiornarse para recibir las Olimpíadas.
El cóctel de Buenos Aires y sus numerosos estímulos culturales, coronado por este seminario, me dejó en un estado de insurrecta inspiración, que pienso volcar en este artículo. Espero que los lectores sepan disculpar la catarsis que estoy a punto de ejercer a continuación.
Debo confesar que al compararme con el resto de los asistentes al seminario de Puig, unas cuarenta personas, porteñas en su mayoría, me sentí poquita cosa. Una desgraciada.
¿Por qué una desgraciada si supuestamente vivo en un lugar privilegiado, bendecido por la naturaleza, donde la calidad de vida atrae a gente de distintas latitudes, que poco a poco van creando sus espacios en nuestra predominantemente cerrada y pueblerina sociedad?
¿Será que en el fondo soy una acomplejada? Confieso que por un momento me dominó el desconcierto, hasta que descubrí que lo que me había llevado a ese seminario de nombre casi revolucionario, era la búsqueda de una identidad. No la mía concretamente, sino la de la ciudad en la que vivo y considero mi casa: la querida Punta del Este.
El complejo me duró poco, ya que descubrí que personas de otras ciudades, como Mar del Plata o Necochea, tenían preocupaciones similares a la mía; todos creíamos adolecer de lo mismo: una crisis de identidad. Coincidíamos también en las consecuencias adversas que esta crisis tiene en todos nosotros: desconcierto, apatía, falta de conciencia social y un indefinible malestar que se contagia entre los ciudadanos.
En el caso de Punta del Este me aventuraría a diagnosticar algo peor: El vacio de identidad ha dado lugar a la construcción de una identidad mercenaria, ajena a la gente, en la que parece que lo único que importa es apilar ladrillos sin ton ni son y los dividendos que estos generan. Creo que de este descubrimiento venía mi malestar.
Punta del Este se está convirtiendo en una ciudad sin alma, tanto cemento la está endureciendo y despersonalizando. Vivimos una ilusión de protagonismo regional por unos escasos treinta días, para después apagarnos, como la marquesina de neón de un teatro clausurado.
Hay algo que sí nos une a los puntaesteños. Es el recuerdo de un pasado idealizado, donde todo era mejor. La ciudad era más linda y amable. Todos nos conocíamos y éramos más buenos.
¿Y el Punta del Este que tenemos ahora? Y todavía más importante: ¿El Punta del Este del futuro?
Hay aquí y allá islas de personas que tenemos una vaga idea de lo que NO nos gusta del Punta del Este actual, y lo que extrañamos de AQUEL Punta del Este.
Pero ¿tenemos idea de que Punta del Este queremos en el futuro?
Nosotros, los residentes: ¿Estamos construyendo activamente la ciudad que nos gustaría tener? ¿Estamos exigiendo ser protagonistas? ¿O nos conformamos con ser críticos descontentos? Con un discurso tanguero que no hace más que provocar bostezos a granel ya que lo único que se nos ocurre es evocar un Punta del Este que ya no existe, sin proponer nada nuevo. Dejando que sean otros los que marcan el rumbo de la ciudad en la que vivimos, mientras miramos con desazón como las cosas cambian -muchas veces de manera que no aprobamos- sin hacer nada al respecto.
Aunque a algunas personas no les guste admitirlo, Punta del Este es un híbrido cultural, no es ni uruguayo, ni argentino. Esta ciudad se ha nutrido de la identidad de estos dos pueblos, creando una rara mutación que muchas veces no es comprendida, ni contemplada por muchos.
Somos nosotros, los que vivimos en Punta del Este, los que mejor podemos diagnosticar de que adolecemos. Mi humilde opinión es que tenemos que luchar por definir y afianzar una identidad que no pase sólo por lo económico, sino que le de un lugar de relevancia a la rica cultura que podemos ofrecer, producto de la amalgama de personas de distintos orígenes que conviven en nuestra ciudad.
Como dice Toni Puig en el primer capítulo de su libro “Marca ciudad: cómo rediseñarla para asegurar un futuro esplendido para todos” publicado en el 2009.
“En el mundo global en mutación, las ciudades se repiensan y se movilizan. Y avanzan seguras con los ciudadanos, rediseñando otra manera más sostenible de vivir en una ciudad plenamente humana.”
Esa es nuestra tarea -dejemos atrás el pasado, atesorémoslo si, y aprendamos de él-, pero nuestro verdadero deber, nuestro desafío es convertirnos en los hacedores de ese Punta del Este que nos gustaría tener.
Basta de tango.

Florencia Sáder
Buenos Aires

lunes, 2 de mayo de 2011

Los forasteros y las Criollas

A pocos kilómetros de Punta del Este, a una escasa media hora de los casinos y los restaurants de moda, existe otro universo.



En este mundo la hombría no se mide en base a quien maneja el auto más caro, o a quien lleva a la rubia más siliconada del brazo. Éste es un lugar en el que hombres comunes se enfrentan con bestias, y no con cualquier bestia, sino que miden fuerzas con el animal más enigmático y bello de todos: el mítico caballo.

Es en las Criollas, donde hombres y potros se enfrentan, montando un espectáculo en el que se miden el temple, la destreza y el coraje de los primeros, contra la bravura de los segundos.

Volví a descubrir las Criollas hace unos cuatro años, de la mano de mi marido –un gringo a quien le gustaría haber nacido gaucho- y un amigo francés, de visita por estas latitudes.

Un nublado día de Navidad estábamos paseando sin rumbo, por el campo uruguayo. El hambre nos llevó a entrar en un desolado Aiguá, donde un alma caritativa nos dirigió al único lugar donde podíamos encontrar algo de comer un 25 de diciembre, una Criolla a las afueras del pueblo.

Este primer encuentro fue providencial para mis dos acompañantes, que no salían de su asombro al constatar la que existencia de una fiesta tan genuina, a escasos kilómetros de la cosmopolita Punta del Este.

Los asistentes a esta Criolla navideña nos observaban de reojo, con esa mezcla de condescendencia y timidez que caracteriza a nuestro hombre de campo. Era obvio que nuestro trío desentonaba en esa fiesta campera, pero nuestro entusiasmo por verlo, comerlo y fotografiarlo todo, debe haber sido suficiente para que ninguno de los presentes desenvainara alguno de los impresionantes facones, y nos mandara de vuelta por donde vinimos.

En las Criollas la atracción principal son las jineteadas. En estas los gauchos tienen ocho segundos para probar su destreza permaneciendo montados en el lomo de un potro que trata de deshacerse de su jinete por todos los medios. Corcovos, saltos, paros de mano, todo es válido para tirar al jinete, algunos de ellos logran salir airosos de la prueba con la boina puesta y el cigarrillo pegado a un costado de la boca.

Lamentablemente yo fui la única que pudo captar el doble sentido de los versos del ocurrente payador, pero la habilidad de los jinetes, la bravura de los potros, el aroma de la carne asada, la dignidad con que los gauchos llevaban sus mejores ropas y la divertida curiosidad con que nos miraban los niños, no pasaron desapercibidas para los dos forasteros que me acompañaban.

La indumentaria del gaucho fue otro motivo de atracción para mis acompañantes: el sombrero de ala ancha, las bombachas, las boinas, las botas de cuero de potro, las alpargatas –las de suela de yute, y las de cuero, más sofisticadas estas-, los cinturones con la guarda Pampa, los ponchos, los impresionantes facones, todo esto se lucía y se vendía en unos improvisados puestos. La tentación fue tan grande, que cuando quisimos acordar, habíamos gastado hasta el último peso que llevábamos. Eso sí, éramos un modelo de elegancia gauchesca.

Al ver nuestro internacional trío en esta inesperada fiesta, no pude dejar de recordar las impresiones del protagonista de una obra maestra de la literatura acerca de nuestro país. El asombrado interés de mis acompañantes por las costumbres de nuestra gente de campo, me recordaron al enamoramiento que sufrió con nuestra tierra el inglés Richard Lamb en la novela “La tierra purpúrea” de W.H. Hudson. Esta obra escrita en 1885 narra las peripecias de un joven aventurero en la entonces convulsionada Banda Oriental, y es según palabras de Jorge Luis Borges, “uno de los pocos libros felices que hay en la Tierra.”

Estábamos bastante lejos de tener las peligrosas y pintorescas aventuras que protagonizó el personaje principal de esta novela, pero las vivencias de este forastero, obligado a sobrevivir en un mundo que al principio le es ajeno y difícil de entender no nos eran del todo ajenas. Al igual que Lamb, podía ver como a medida que pasaban los minutos, mis compañeros eran seducidos por la belleza del paisaje, el carácter de los gauchos, su relación con los animales y la tierra, e iban camino a convertirse en admiradores y agudos observadores de la idiosincrasia criolla.

Desde entonces hemos asistido a numerosas Criollas en Maldonado y sus alrededores, pero ninguna logró opacar esa Criolla navideña en Aiguá. Las hubo más concurridas, con potros más bravos, payadores más ocurrentes y mejores jinetes, pero ninguna como esta.

Ese primer encuentro de los extranjeros que me acompañaban, y su contagiosa curiosidad por las costumbres de nuestra gente de campo -tantas veces relegada e ignorada por la gente de la ciudad- me recordó de que a pesar de lo sacrificada que puede ser la vida de los que trabajan el campo, son ellos los verdaderos descendientes, los legítimos herederos y guardianes de esa tierra purpúrea que fascinó W.H. Hudson a fines del siglo XIX, y volvía a seducir a mis acompañantes más de un siglo después.