lunes, 10 de octubre de 2011

Un ejemplo desde México



Existe un lugar donde conviven la modernidad y la tradición, donde las casas coloniales color terracota exhiben orgullosas sus cuidadas fachadas, detrás de las cuales se esconden magníficos patios llenos de plantas y espaciosas habitaciones exquisitamente decoradas. Un lugar donde los autos respetan a los peatones mientras estos cruzan las estrechas y empinadas calles de piedras. Una ciudad donde los artesanos ofrecen sus creaciones multicolores, mientras altivos mariachis caminan por la plaza principal en busca de clientes a quienes dedicarle sus canciones. Un lugar limpio y cuidado, con gente amable, dispuesta a ayudar al turista a disfrutar de su ciudad.
Este lugar es San Miguel de Allende en el estado de Guanajuato en México. Su belleza y señorío, sumado a un amable clima, le han valido a esta ciudad a 267 kilómetros de la capital, de renombre internacional convirtiéndola en un importante destino turístico y uno de los lugares preferidos para los extranjeros, especialmente estadounidenses, que buscan radicarse fuera de su país.
Fundada en 1542 por Fray Juan de San Miguel, quien bautizó el asentamiento como San Miguel el Grande, era un punto de paso importante del Antiguo Camino Real, parte de la ruta de la plata que se conectaba con Zacatecas. San Miguel fue declarado monumento histórico en 1926 por el Gobierno mexicano y fue descubierta como lugar turístico en la década del cincuenta, gracias a su bella arquitectura colonial y sus fuentes termales.
En San Miguel viven aproximadamente unos 10.000 estadounidenses -de los 2.5 millones que viven en México-. Cuenta con aproximadamente unos 62.000 habitantes en el área metropolitana y unos 140.000 en el municipio del mismo nombre.
La contribución de los expatriados es evidente. En 1937 un norteamericano de 27 años oriundo de Chicago llamado de Stirling Dickinson se enamoró de este pueblo color terracota, y se convirtió en uno de los fundadores de la Escuela Universitaria de Bellas Artes. Este instituto tuvo profesores tan prestigiosos como el muralista David Alfaro Siqueiros, y atrajo a artistas de todo el mundo, dándole a San Miguel de Allende parte del carácter que hasta hoy conserva, y lo hace tan especial. La combinación de artistas e inquietos residentes extranjeros le dieron a esta ciudad una impronta muy particular, en la que se destaca el respeto por la arquitectura colonial, una estética muy cuidada, y una gran preocupación por mantener las tradiciones. Los San Miguelenses -tanto los oriundos, como los por elección- están orgullosos de su pueblo y lo cuidan como a su propia casa.
Hoy en día en el centro histórico hay numerosos lugares en los que uno escucha tanto el inglés como el español. La presencia de los extranjeros es palpable, estos sobresalen cuando caminan por las empinadas calles del centro histórico- ya que son notoriamente más altos que los mexicanos- muchos han puesto comercios que ya llevan décadas en funcionamiento, y al igual que en Punta del Este, pululan las “Real Estate Agencies” ofreciendo casas y departamentos que de afuera mantienen su fachada colonial, pero adentro ofrecen todas las comodidades imaginables.
Aunque las comparaciones no son siempre justas, no pude evitar comparar a San Miguel con Punta del Este.
¿Cómo va a hacer semejante cosa? se estarán preguntando ¿No acaba de decir que San Miguel de Allende fue fundado en 1542? ¿Compararlos según que parámetro? Uno está en el hemisferio norte y el otro en el sur y además los separa la friolera de 367 años entre la fundación de uno y el otro.
Mientras San Miguel ostenta su identidad y su pasado colonial, parece que Punta del Este se empeña en deshacerse de la mayor cantidad posible de construcciones que representen épocas pasadas. Según lo que he leído, le toca el turno al Hotel Palace, que pronto dará paso a alguna nueva creación arquitectónica, que como es nuestra costumbre, no respetará ni incorporará nada de este emblemático hotel puntaesteño.
Construido en 1907, el Hotel Pedro Risso (luego Central y hoy Hotel Palace) sobrevivió a las crisis mundiales provocadas por el crac bursátil de 1929, la Primera y Segunda Guerras Mundiales. También superó lo que se considera como el peor momento sufrido por Punta del Este: el embargo a la llegada de turistas argentinos dictado durante la segunda presidencia de Juan Perón (1952-1955). El Palace también pudo superar otros escollos como fueron las devaluaciones argentinas de los años `80 y `90, así como también el estallido en Argentina durante el gobierno de Fernando de la Rúa a fines del año 2001, seguido por la crisis uruguaya.
La crisis que no sabemos si va a poder superar es la crisis de identidad que nos afecta. No está muy claro si vamos a poder salvar, -por lo menos la fachada- de uno de los pocos edificios emblemáticos que nos van quedando en pie, o si va a poder más el afán de lucro y vamos a ver desaparecer esta construcción de estilo colonial para dar lugar a alguna mole de concreto que tanto podría estar en Miami, Cancún o Mar del Plata.
En lo que sí nos asemejamos con San Miguel de Allende, es en la cantidad de empresas de “Real Estate” (no inmobiliarias ni empresas que comercializan bienes raíces, sino la versión anglo de estas, que suena más impresionante).
Ojalá que esto no fuera en lo único que tenemos en común con esta ciudad en México, ojalá que aprendiéramos a preservar las pocas cosas que constituyen nuestra identidad, -joven si, comparada con los 469 años de San Miguel de Allende-, pero ya somos mayorcitos, superamos el centenario y tenemos un edificio: el Hotel Palace, que ha sobrevivido a todos los avatares que le han tocado a Punta del Este, esperemos que no sea la ambición de unos y la apatía de otros, los que terminen con él.

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