jueves, 28 de octubre de 2010

El cielo ajeno

La primera vez que me sentí realmente extranjera, fue hace muchos años en el planetario de Londres.

El planetario quedeba al lado del famoso Museo de Cera Madame Tussaud. Ese mismo día visité los dos, y supongo que las figuras de cera de tamaño natural deben haberme impresionado, sin embargo, el recuerdo más vívido que tengo de esa ocasión, es la emoción que sentí al ver una proyección del cielo del hemisferio Sur, y al mismo tiempo percatarme, que el cielo que en ese momento me cobijaba era otro. No fueron los autos con el volante del lado derecho, ni la famosa neblina londinense los que me hicieron sentir forastera, sino la Cruz del Sur y las Tres Marías, las que me recordaron que estaba muy lejos de casa.

La otra noche releyendo “Poemas de Punta del Este, Buenos Aires en tinta china” -una recopilación de poemas que el español Rafael Alberti escribió durante su exilio en nuestro balneario- me encontré con las siguientes líneas: “Cuando al entrar en casa miro al cielo y buscando, nostálgico la Osa Mayor, de mi hemisferio Norte, me surge, de un agujero negro de la Vía Láctea, la geometría perfecta de la Cruz del Sur, recuerdo que mi vida corre ya muchos años bajo la noche austral de América, lejos, muy lejos de los cielos de España.”

Todos los que desprevenidos, hemos levantado los ojos al firmamento en una noche sin nubes para encontrarnos con estrellas desconocidas, sabemos lo reconfortante que resulta volver a ver los astros que nos acompañaron en nuestra infancia. Uno puede familiarizarse con las calles, los árboles, los edificios, las plazas, los monumentos, de una ciudad que no es la suya, pero el cielo sigue siendo ajeno.

Hay algo atávico en nuestra fascinación con las estrellas, ellas guiaron a exploradores, aventureros y marinos, señalando el camino durante sus aventuras y marcando el sendero que los devolvía a casa. Hoy en día la mayoría de nosotros sabemos poco de ellas -lo que nos acordamos de las clases de astronomía en el liceo- no por eso dejan de hechizarnos, esos puntitos brillantes en el firmamento son un recordatorio constante de la insignificancia de nuestro planeta, uno de varios girando alrededor de una estrella, similar a las miles que alcanzamos a ver en una noche.

Después de vivir casi una década en una ciudad del hemisferio Norte, aprendí a adueñarme de sus calles de nombres en inglés; cierro los ojos y todavía puedo recorrer con la imaginación los lugares que transitaba diariamente. El cielo es otra historia, las estrellas que decoran el firmamento al norte de la línea del Ecuador me son esquivas, me olvidé de ellas; probablemente ellas también me olvidaron, porque como al poeta Rafael Alberti, fueron ellas las que me hicieron sentir forastera.

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