martes, 24 de mayo de 2011

Un cuentito de terror

Érase una vez hace muchos, muchos años un pueblo en una península, rodeado de dunas y rocas que lo protegían del mar.

En ese pueblo convivían algunas familias que se conocían desde siempre. Los niños de estas familias crecían juntos como primos lejanos, jugando en las calles desiertas y las playas desoladas, juntando piedritas y tesoros que traía el mar y ocasionalmente adoptando algún pingüino huérfano que recalaba en la costa.

Un buen día, unas personas que vivían en la ciudad se dieron cuenta de lo lindo que era el pueblo y decidieron que querían pasar sus vacaciones en este lugar.

Para ello empezaron a alquilar las casas de los habitantes del pueblo, pero como vieron que estas no eran lo suficientemente cómodas -ya que la gente del pueblo era más bien sencilla, y no sabía lo compleja que puede ser la vida para la gente de ciudad- decidieron empezar a construir sus propias casas. Los habitantes del pueblo los miraban divertidos y se preguntaban ¿Por qué necesitarán estas casas tan grandes si sólo vienen a quedarse un par de meses al año?

Pasó el tiempo y siguió llegando gente al pueblo. La mayoría de ellos venía sólo por el verano, pero algunos decidieron quedarse, ya que vieron que aquí vivían más tranquilos que en las ciudades de las cuales provenían.

Mientras tanto se seguían construyendo nuevas casas. A algunos se les ocurrió que en vez de construir casas que ocupaban todo un terreno y a lo sumo podía vivir una familia, mejor hacer apartamentos, donde se podían apilar varios, y todos ellos –más que nada los que estaban en los pisos de arriba- veían el mar, cosa que parecía importarle mucho a la gente de la ciudad que venía a veranear.

Los habitantes del pueblo estaban contentos, ya que ahora había más trabajo, porque toda esa gente nueva necesitaba un montón de cosas -a las cuales la ciudad los había acostumbrado- y dependían de ellos para que se las proporcionaran.

Mientras tanto se seguían construyendo edificios de apartamentos, la gente del pueblo miraba con asombro con iba cambiando la fisonomía del lugar. “Es el progreso” decían los gobernantes de turno…. “debe ser el progreso” se repetían los unos a los otros, mientras veían desaparecer las dunas y los pinos, que unos visionarios habían plantado hacía muchos años, para impedir que la arena volara libre, ahogando a los habitantes del pueblo.

Llegó un día en que los habitantes del pueblo ya no reconocían las calles donde crecieron y solían jugar con sus vecinos y amigos, fue en ese momento que algunos se preocuparon un poco y empezaron a añorar las dunas, los pinos, las rocas y las casas de ladrillo con techos anaranjados, “debe haber sido el progreso” murmuraban bajito para consolarse los nostálgicos, porque todo el resto parecía estar muy contento con el giro que habían tomado las cosas.

Ninguna de las personas nuevas, que venían hablando del progreso extrañaba nada, porque no lo habían conocido antes, cuando era un pueblo en una península, rodeado de dunas y rocas que lo protegían del mar, donde todos se conocían desde siempre y los niños crecían juntos, como primos lejanos, jugando en las calles desiertas y las playas desoladas, juntando piedritas y tesoros que traía el mar y ocasionalmente adoptando algún pingüino huérfano que recalaba en la costa.
Ahora ya había una cantidad enorme de edificios, altos como montañas que competían los unos con los otros para mirar el mar. Las sombras de estos edificios se proyectaban sobre las playas que ahora ya casi no tenían dunas, porque había grandes explanadas de asfalto para acomodar los centenares de autos que traían a miles de personas, ávidas de sol y de mar.

Los que estaban muy contentos eran los gobernantes de turno, ya que podían cobrarle altos impuestos a los dueños de los apartamentos de los edificios altos como montañas, y usar esta plata para pagarse jugosos salarios y ayudar a sus amigos.

Mientras tanto, los habitantes que no trabajaban para el gobierno –no eran muchos, pero algunos quedaban-tenían una inmensa nostalgia del pueblo que habían conocido, y se reunían en pequeños grupos para recordar el pasado y pelearse para ver quién tenía el recuerdo más antiguo.

Un buen día los dueños de los apartamentos, cuya mayoría vivía en las ciudades, empezaron a preguntarse por qué tenían que pagar impuestos tan altos, y qué pasaba con esa plata. A esto los gobernantes respondieron que estaban haciendo obras en otras zonas del pueblo –por eso no las veían- y redistribuían la plata que recaudaban entre los más pobres.

Los dueños de los apartamentos no se quedaron muy conformes con la respuesta –ya que la ciudad los había hecho desconfiados- y decidieron que iban a dejar de pagar los impuestos.
Qué caos que se armó! Los gobernantes ya no podían cobrar los jugosos sueldos, ni ayudar a sus amigos, tuvieron que dejar las obras a medio hacer, y ya no había dinero para repartir entre los pobres, que se enojaron mucho.

En el ínterin los habitantes del pueblo tuvieron que interrumpir el debate acerca de quién tenía el recuerdo más antiguo, - cosa que absorbía mucha de sus energías-, y preocuparse por poner orden en el pueblo, que para ese entonces estaba muy convulsionado, tanto como el océano en una tormenta de invierno.

“Fue el progreso” se repetían los unos a los otros, mientras salían de su letargo y se sacaban los lentes color sepia, para ver con asombro todo lo que había sucedido, mientras ellos se la pasaban nada más que hablando del pasado.