lunes, 2 de mayo de 2011

Los forasteros y las Criollas

A pocos kilómetros de Punta del Este, a una escasa media hora de los casinos y los restaurants de moda, existe otro universo.



En este mundo la hombría no se mide en base a quien maneja el auto más caro, o a quien lleva a la rubia más siliconada del brazo. Éste es un lugar en el que hombres comunes se enfrentan con bestias, y no con cualquier bestia, sino que miden fuerzas con el animal más enigmático y bello de todos: el mítico caballo.

Es en las Criollas, donde hombres y potros se enfrentan, montando un espectáculo en el que se miden el temple, la destreza y el coraje de los primeros, contra la bravura de los segundos.

Volví a descubrir las Criollas hace unos cuatro años, de la mano de mi marido –un gringo a quien le gustaría haber nacido gaucho- y un amigo francés, de visita por estas latitudes.

Un nublado día de Navidad estábamos paseando sin rumbo, por el campo uruguayo. El hambre nos llevó a entrar en un desolado Aiguá, donde un alma caritativa nos dirigió al único lugar donde podíamos encontrar algo de comer un 25 de diciembre, una Criolla a las afueras del pueblo.

Este primer encuentro fue providencial para mis dos acompañantes, que no salían de su asombro al constatar la que existencia de una fiesta tan genuina, a escasos kilómetros de la cosmopolita Punta del Este.

Los asistentes a esta Criolla navideña nos observaban de reojo, con esa mezcla de condescendencia y timidez que caracteriza a nuestro hombre de campo. Era obvio que nuestro trío desentonaba en esa fiesta campera, pero nuestro entusiasmo por verlo, comerlo y fotografiarlo todo, debe haber sido suficiente para que ninguno de los presentes desenvainara alguno de los impresionantes facones, y nos mandara de vuelta por donde vinimos.

En las Criollas la atracción principal son las jineteadas. En estas los gauchos tienen ocho segundos para probar su destreza permaneciendo montados en el lomo de un potro que trata de deshacerse de su jinete por todos los medios. Corcovos, saltos, paros de mano, todo es válido para tirar al jinete, algunos de ellos logran salir airosos de la prueba con la boina puesta y el cigarrillo pegado a un costado de la boca.

Lamentablemente yo fui la única que pudo captar el doble sentido de los versos del ocurrente payador, pero la habilidad de los jinetes, la bravura de los potros, el aroma de la carne asada, la dignidad con que los gauchos llevaban sus mejores ropas y la divertida curiosidad con que nos miraban los niños, no pasaron desapercibidas para los dos forasteros que me acompañaban.

La indumentaria del gaucho fue otro motivo de atracción para mis acompañantes: el sombrero de ala ancha, las bombachas, las boinas, las botas de cuero de potro, las alpargatas –las de suela de yute, y las de cuero, más sofisticadas estas-, los cinturones con la guarda Pampa, los ponchos, los impresionantes facones, todo esto se lucía y se vendía en unos improvisados puestos. La tentación fue tan grande, que cuando quisimos acordar, habíamos gastado hasta el último peso que llevábamos. Eso sí, éramos un modelo de elegancia gauchesca.

Al ver nuestro internacional trío en esta inesperada fiesta, no pude dejar de recordar las impresiones del protagonista de una obra maestra de la literatura acerca de nuestro país. El asombrado interés de mis acompañantes por las costumbres de nuestra gente de campo, me recordaron al enamoramiento que sufrió con nuestra tierra el inglés Richard Lamb en la novela “La tierra purpúrea” de W.H. Hudson. Esta obra escrita en 1885 narra las peripecias de un joven aventurero en la entonces convulsionada Banda Oriental, y es según palabras de Jorge Luis Borges, “uno de los pocos libros felices que hay en la Tierra.”

Estábamos bastante lejos de tener las peligrosas y pintorescas aventuras que protagonizó el personaje principal de esta novela, pero las vivencias de este forastero, obligado a sobrevivir en un mundo que al principio le es ajeno y difícil de entender no nos eran del todo ajenas. Al igual que Lamb, podía ver como a medida que pasaban los minutos, mis compañeros eran seducidos por la belleza del paisaje, el carácter de los gauchos, su relación con los animales y la tierra, e iban camino a convertirse en admiradores y agudos observadores de la idiosincrasia criolla.

Desde entonces hemos asistido a numerosas Criollas en Maldonado y sus alrededores, pero ninguna logró opacar esa Criolla navideña en Aiguá. Las hubo más concurridas, con potros más bravos, payadores más ocurrentes y mejores jinetes, pero ninguna como esta.

Ese primer encuentro de los extranjeros que me acompañaban, y su contagiosa curiosidad por las costumbres de nuestra gente de campo -tantas veces relegada e ignorada por la gente de la ciudad- me recordó de que a pesar de lo sacrificada que puede ser la vida de los que trabajan el campo, son ellos los verdaderos descendientes, los legítimos herederos y guardianes de esa tierra purpúrea que fascinó W.H. Hudson a fines del siglo XIX, y volvía a seducir a mis acompañantes más de un siglo después.

1 comentario:

Daniel dijo...

Me siguen atrapando tus "por lo menos..." no me dejan de a pie, me acompañan hasta el final del relato, estoy considerando seriamente subirme a un caballo..